Nos suele suceder que vivimos en una ciudad en la que jamás
nos vemos. La ciudad está ahí, la vemos,
marchamos sobre sus calles duras, nos dejamos aplastar de su sol inclemente
o nos protegemos de sus imprudentes
lluvias bajo aleros que ignoramos centenarios.
Ahí la vemos. Ahí está esa
ciudad.
Pero, ¿nos vemos alguna vez insertos en esa ciudad? ¿Cada cuánto tiempo nos tomamos una foto que
nos ubique, bajo su sol inclemente o bajo su alero centenario? ¿Cuándo nos
decimos, ahí estoy yo, ahí en mi ciudad?
Imaginemos una explanada, digamos en un boulevard
tradicional de la ciudad. Imaginemos que
unos zócalos sencillos sostienen unos espejos, en distintos sitios distribuidos
por el parque; unos delgados, suficientes para reflejar una persona de cuerpo
entero. Otros más anchos, capaces de
reflejar un grupo. Otros inclinados
ligeramente hacia el piso, otros hacia el cielo.
Imaginemos la gente pasar por esa explanada y encontrarse
con esa disponibilidad de azogue que invita a reflejarse, a verse. Imaginemos
que alguien se para frente a un espejo y, por primera vez, se ve a sí mismo en
el entorno de su cotidianidad. Tras de
su imagen, una hilera de fachadas republicanas bajo sus aleros añosos. O el desorden de una calle en la que buses y
carros privados pugnan por ganarse un medio metro de avance en medio del
caos. O la imagen de un choro que
arrancha en un segundo los aretes de una mujer.
O la montaña descomunal que nos vigila diariamente. O la marea de tejados, unos bellos otros no,
que rueda hacia la quebrada. O un cielo
amenazante, gris, que anuncia desplomes catastróficos. O unos niños que pasan para la escuela,
muertos de frío. O un vendedor de
ponche, un albañil buscando trabajo, una
beata atrasándose a la tercera misa del día…
Mañana un espejo amanece roto. Sus fisuras son como un disparo sobre el
rostro que se mira. Ese que se mira,
vive en el impacto de una piedra. O
aparece lleno de grafitis. Esa señora
que decidió parar y mirarse en el espejo, se convierte ahora en muro lleno de
expresiones que se irán con ella. Mañana
un espejo ha desaparecido, o está sucio, o cagado de un pájaro.
Así somos. Como nos
reflejamos. Talvez debemos por un
momento sacar los espejos de la intimidad de las peinadoras, los armarios y los
baños, y obligarlos a reflejarnos en ese allá afuera en el que nunca nos vemos,
pero por el que siempre pasamos.