comprometidos

sábado, 17 de noviembre de 2012

UNOS PARQUES, UNOS REFLEJOS




Nos suele suceder que vivimos en una ciudad en la que jamás nos vemos.  La ciudad está ahí, la vemos, marchamos sobre sus calles duras, nos dejamos aplastar de su sol inclemente o  nos protegemos de sus imprudentes lluvias bajo aleros que ignoramos centenarios.  Ahí la vemos.  Ahí está esa ciudad.
Pero, ¿nos vemos alguna vez insertos en esa ciudad?  ¿Cada cuánto tiempo nos tomamos una foto que nos ubique, bajo su sol inclemente o bajo su alero centenario? ¿Cuándo nos decimos, ahí estoy yo, ahí en mi ciudad?
Imaginemos una explanada, digamos en un boulevard tradicional de la ciudad.  Imaginemos que unos zócalos sencillos sostienen unos espejos, en distintos sitios distribuidos por el parque; unos delgados, suficientes para reflejar una persona de cuerpo entero.  Otros más anchos, capaces de reflejar un grupo.  Otros inclinados ligeramente hacia el piso, otros hacia el cielo. 
Imaginemos la gente pasar por esa explanada y encontrarse con esa disponibilidad de azogue que invita a reflejarse, a verse. Imaginemos que alguien se para frente a un espejo y, por primera vez, se ve a sí mismo en el entorno de su cotidianidad.  Tras de su imagen, una hilera de fachadas republicanas bajo sus aleros añosos.  O el desorden de una calle en la que buses y carros privados pugnan por ganarse un medio metro de avance en medio del caos.  O la imagen de un choro que arrancha en un segundo los aretes de una mujer.  O la montaña descomunal que nos vigila diariamente.  O la marea de tejados, unos bellos otros no, que rueda hacia la quebrada.  O un cielo amenazante, gris, que anuncia desplomes catastróficos.  O unos niños que pasan para la escuela, muertos de frío.  O un vendedor de ponche, un albañil buscando trabajo,  una beata atrasándose a la tercera misa del día…
Mañana un espejo amanece roto.  Sus fisuras son como un disparo sobre el rostro que se mira.  Ese que se mira, vive en el impacto de una piedra.  O aparece lleno de grafitis.  Esa señora que decidió parar y mirarse en el espejo, se convierte ahora en muro lleno de expresiones que se irán con ella.  Mañana un espejo ha desaparecido, o está sucio, o cagado de un pájaro. 
Así somos.  Como nos reflejamos.  Talvez debemos por un momento sacar los espejos de la intimidad de las peinadoras, los armarios y los baños, y obligarlos a reflejarnos en ese allá afuera en el que nunca nos vemos, pero por el que siempre pasamos.

jueves, 22 de marzo de 2012

Virginia Woolf Elamor por La Lectura (traducción de gerardo piña)


A estas horas de la historia del mundo encontramos libros por toda la casa: en el cuarto de los niños, en la sala, en la cocina. Y en algunas casas se han acumulado de tal forma, que tienen que ser acomodados en un cuarto propio. Novelas, poemas, historias, memorias, libros valiosos empastados en piel, libros baratos de pasta blanda... de vez en cuando uno se pone de pie frente a ellos y se pregunta con un asombro fugaz: ¿cuál es el placer que obtengo o cuál es el bien que hago al pasar los ojos de arriba abajo por estas innumerables líneas? La lectura es un arte muy complejo. El análisis más rápido de nuestras sensaciones como lectores dará cuenta de ello. Aunque nuestras obligaciones como lectores son nu- merosas y variadas, tal vez se puede decir que nuestro primer deber con un libro es leerlo por vez primera como si uno lo estuviera escribiendo.

Uno debe comenzar por sentarse en el banquillo de los acusados con el criminal, no por subirse al estrado para sentarse entre los jueces. Uno debe ser un cómplice con el escritor en su acto de creación —bueno o malo—. Porque cada uno de estos libros, sin importar cuánto puedan variar en tipo y calidad, es un intento por hacer algo. Y nuestra primera labor como lectores es intentar comprender lo que el escritor está haciendo desde la primera palabra con la que elabora su primera oración hasta la última con la que termina el libro. No debemos tener los ojos puestos en él; no debemos tratar de hacer que su voluntad se ajuste a la nuestra. Debemos de- jar a Defoe ser Defoe y a Jane Austen ser Jane Austen con tanta libertad como dejamos que el tigre tenga su pelaje y la tortuga, su caparazón. Y esto es bastante difícil porque estamos ante una de las características de la grandeza, que hace que el cielo, la tierra y la naturaleza humana coincidan con su propia visión.

Con frecuencia, los grandes escritores nos exigen esfuerzos heroicos para leerlos correctamente. Nos doblan y nos rompen. El ir de Defoe a Jane Austen, de Hardy a Peacock, de Trollope a Meredith, de Richardson a Rudyard Kipling, equivale a ser jaloneado, quedar deforme, a ser arrojado violentamente de un lado a otro. Lo mismo ocurre con los escritores menores; cada uno es singular, cada uno tiene un punto de vista, un temperamento, una experiencia propia que puede entrar en conflicto con la nuestra, pero que se le debe permitir expresar por completo para ser justos con él. Los escritores que más tienen que darnos, con frecuencia son los que más violentan nuestros prejuicios, particularmente si son nuestros contemporáneos, por lo que tenemos la necesi- dad de utilizar toda nuestra imaginación y entendimiento si queremos obtener el máximo de lo que pueden darnos. Pero leer, como ya lo hemos mencionado, es un arte complejo. No consiste sólo en estar de acuerdo y comprender. También consiste en criticar y juzgar.

El lector debe abandonar el banquillo de los acusados y subirse al estrado. Debe dejar de ser el amigo; debe convertirse en el juez. Es este segundo procedimiento —que podemos llamar de post-lectura, ya que a menudo se realiza sin tener el libro frente a nosotros— el que produce un placer aun mayor que el que recibimos cuando estamos dando vuelta a las páginas. Durante la lectura, las nuevas impresiones están cancelando o completando las anteriores. Gusto, enojo, aburrimiento o risa se suceden uno a otro sin cesar mientras leemos. El juicio se suspende porque no sabemos lo que

puede venir a continuación. Pero hablemos del momento en que el libro está terminado, cuando ha tomado una forma definitiva. El libro como un todo es diferente del libro percibido como varias partes distintas. Tiene una forma, una condición de ser. Y esta forma, esta condición, puede sostenerse en la mente y compararse con las formas, los ensayos de otros li- bros, y darles su dimensión con respecto a ellos.

Pero si bien este procedimiento de juzgar y decidir está lleno de placer, también está lleno de dificultades. No se puede obtener mucha ayuda del exterior. Los críticos y la crítica literaria abundan, pero no nos sirve de mucho leer las opiniones de otra persona cuando nuestra opinión por el libro que acabamos de leer aún no está formada. Es hasta después de que uno se ha formado una opinión, que las opiniones de los otros son más esclarecedoras. Es hasta que podemos defender nuestra propia opinión, que obtenemos más de la opinión de los grandes críticos; de los Johnson, los Dryden y los Arnold.

Para formar nuestro propio criterio, bien podemos forzarnos primero a comprender la impresión que el libro ha dejado en nosotros con tanto detalle y precisión como sea posible, y luego comparar esta impresión con otras que hemos formulado en el pasado. Ahí están, colgadas en el armario de la mente, las formas de los libros que hemos leí- do, como la ropa que nos hemos quitado y hemos guardado en el armario hasta que vuelva la temporada en que ha- bremos de usarla. Si por ejemplo acabamos de leer Clarissa Harlowe por primera vez, lo tomamos y dejamos que se muestre frente a la forma que queda en nuestra imaginación después de haber leído Anna Karenina. Los ponemos lado a lado y de inmediato los contornos de ambos libros comienzan a definirse entre sí como el ángulo de una casa (para usar otra comparación) se define contra la luna llena en la época de la cosecha. Comparamos las cualidades prominentes de Richardson con las de Tolstoi. Comparamos su verbosidad y su forma de ser indirecto con la brevedad y sentido directo de Tolstoi. Nos preguntamos por qué será que cada uno de ellos ha escogido un ángulo de aproximación tan diferente. Comparamos la emoción que sentimos en los distintos momentos cruciales de sus libros. Especulamos sobre la diferencia entre

la Inglaterra del siglo XVIII y el siglo XIX en Rusia. Pero no hay un punto final en las preguntas que surgen de inmediato, una vez que colocamos un libro junto al otro. Por lo tanto, en distintos niveles, al hacer preguntas y responderlas encontramos que hemos decidido que el libro que acabamos de leer es de este o tal tipo, que tiene tales méritos, que ocupa su lugar en este o tal otro punto de la literatura vista como un todo. Y si somos buenos lectores, no sólo juzgamos a los clásicos y las obras maestras de los muertos; les otorgamos a los escritores vivos el privilegio de compararlos como deberían ser com- parados con el patrón de los grandes libros del pasado.

Así, pues, cuando los moralistas nos pregunten qué bien hacemos con el hecho de pasar la mirada por todas estas páginas podemos contestarles que estamos haciendo nuestra parte como lectores para incluir obras maestras en el mundo. Cumplimos con nuestra parte en esta tarea creativa; estamos estimulando, impulsando, rechazando, haciendo sentir nuestras aprobaciones y desacuerdos; y fungimos como revisores y espuelas en el escritor. Esa es una razón para leer libros; estamos contribuyendo a traer buenos libros al mundo y a volver imposibles los malos libros. Pero esta no es la verdadera razón. La verdadera razón permanece inescrutable: obtenemos placer de la lectura. Es un placer complejo y difícil; varía de edad en edad y de libro en libro, y ese placer es suficiente. De hecho ese placer es tan grande que uno no puede dudar que sin él, el mundo sería un lugar muy distinto e inferior. La lectura ha cambiado el mundo y sigue haciéndolo. Cuando llegue el día del juicio final y por lo tanto todos los secretos queden expuestos, no debemos sentirnos sorprendi- dos al saber que la razón por la cual hemos evolucionado de monos a hombres, y por lo que dejamos nuestras cavernas y abandonamos nuestras flechas y lanzas, y nos sentamos al- rededor del fuego y conversamos y ayudamos a los pobres y a los enfermos; que la razón por la que creamos un refugio y una sociedad fuera de los desperdicios del desierto y de las marañas de la selva es simplemente ésta: hemos amado la lectura.

domingo, 26 de febrero de 2012

MILLONES DE ESTRELLAS


Si por cada letra que un niño o una niña aprende vuela una luciérnaga.

Si en el fondo de la noche, cada vez que se abre un libro nace una estrella.

Si cada ocasión que una persona crece un poco, por adentro crece, se desata una locura de destellos.

Si en el azul mar de arriba brilla cada niño, cada viejo, cada mujer al salir de la escuela, o simplemente al reír, al escribir un número, o cada vez que sabe algo nuevo.

Entonces, millones de estrellas nos iluminarían; no harían falta los focos ahorradores, ni el tungsteno, ni los faroles, ni las modernas linternas de policarbonato y baterías de litio.

Simplemente, a la luz de la propia gente, veríamos iluminados los caminos, las sonrisas de los niños tendrían el color de los besos, las mujeres regarían luz por sus miradas, los viejos guardarían como un tesoro, en sus pañuelos, trocitos de luz, para llevarse a casa, para abrirlos en privado, para dejarlos volar por la noche y verlos unirse en el firmamento a otros miles, millones de brillitos personales.

Millones de estrellas. Millones de letras. Millones de pájaros en la imaginación. Millones de colores en el cuaderno de un escolar. Millones de cuadernos en los colores de un país.

Cada vez que alguien hace algo para que la educación avance, enciende no una, millones de estrellas enciende.

jueves, 26 de enero de 2012

¿La alegría viene de adentro o de afuera?



Esta ha sido una vieja discusión que se ha mantenido a lo largo de los siglos.

Y no es gratuita esta diferencia. Es que siempre ha habido gente que cree que la alegría viene de adentro y para eso exhiben razones que parecen indiscutibles.

Por ejemplo dicen, que la alegría es un estado gaseoso del alma, que una vez estimulado por sensaciones de bienestar y placer, se convierte en burbujas y que esas burbujas empiezan a recorrer por debajo de la piel y, tras convertirse en cosquillas, llegan a la cara y se convierten en sonrisa en la boca, en picazón de la nariz, en brillo en los ojos, y en los oídos se convierte en un zumbido que irresistiblemente se transforma en carcajada del cuerpo.

Exhiben para eso, como prueba, las caras de unos cuantos, que se ríen sin saber de qué y que son felices sin tener motivos aparentes.

Finalmente, argumentan que la alegría es más veloz que el sonido y que la luz, y que nadie, absolutamente nadie, por poderoso que fuera, puede evitar que ella llegue y tome a la gente desprevenida y ¡zas! se le meta en el alma. Y entonces, todo se arregla, suceden de un solo golpe las cuatro estaciones, o las cinco, o las que sean, porque la gente alegre no acepta límites.

Los que piensan que la alegría viene de afuera, en cambio, argumentan que más allá, lejos, tras del horizonte, siempre las cosas son mejores y causan mayor felicidad. Ellos piensan, y así lo dicen, que a veces llega el viento desde ultramar y llega cargado de alegrías y por un rato todos ríen, y se abrazan, y celebran y se tiran al piso porque no pueden más de la felicidad. Y luego pasa el viento y se pierden las sonrisas. Y pasan después, días o meses, o hasta siglos para que vuelva una brisa, o un aguacero y la alegría se desborde otra vez.

Estos argumentan que para eso se hicieron las carreteras, y las aerovías y las rieles de tren, para que traigan en su carga las alegrías y las sonrisas. Es más, sostienen que para eso se inventaron los trenes y, por ello, viven la vida con la mirada en las vías y pasan sus horas sentados en la estación…esperando.

No es gratuita esta diferencia. Ni es inútil. Si usted siente curiosidad por saber de dónde le viene a veces ese irresistible impulso por ser feliz y reír, con razón o sin ella, venga a esta estación y haga lo que quiera; espere el tren y goce de las sonrisas que trae, o prepare su maleta con todas las alegrías que tiene y cárguela al vagón de las sonrisas para que se vayan a alegrar a otras personas, por allí, por el mundo que le dicen.

DETRÁS DE LA CORTINA


Un día, seguramente luminoso, seguramente azul, se abrirá despacio la cortina y entonces, ante los ojos abismados de la gente, se descubrirá el circo.

Presurosos, hormigas inspiradas por la música y la pasión, unos seres anónimos forman caminos de cables. Por allí, más tarde, el jazz devendrá cascada, luz, poder; será lazo de möebius, infinitamente repetido infinitamenterepetidoinfinitamenterepetidoinfinitamente repetidoinfinitamenterepetido…infinita – mente.

En un crisol de imaginarios encuentros, se funde heterogénea la mezcla de ritmos, de sonidos, de destellos, de deslumbramientos; es el jazz que, conducido y estirado desde una cuerda, un trozo de piel o la extensa dentadura de un piano; “se despereza, se apresura, se esconde; se encuentra en un espejo, se refleja, se relaja, se jalona, se jalea, se aleja”.

Ellos lo perseguirán tras bastidores, no le dejarán perderse, lo pondrán en una caja, lo transportarán a otros festivales, a otras tierras, a otros performances. Ellos, tras las cortinas, sabrán donde se durmió ese acorde que quedó flotando la otra noche, y sabrán también en qué punto exacto se produce el encuentro entre el más verde kilovatio y el pedal alargador de esa guitarra midi. Ellos, atrás del jazz; atrás de la luz; atrás del ritmo. Ellos atrás saben la frecuencia del bajo más profundo o la alegría multiplicada del confeti a la hora del final.

Para ellos este jazz, tras la cortina. Nunca verás sus rostros. Pero estarán tocándote en cada nota de este concierto, de otros conciertos, de cada concierto.